Probablemente no existe mayor certeza que la perspectiva categórica de la muerte. Es una verdad absoluta y abrumadora que preferimos evitar hasta el momento que nos golpea con toda la fuerza de la realidad.
Nadie está preparado para perder a una persona querida, a pesar de ser conscientes de la frágil y corta temporalidad de la vida cuando llega este momento nos paraliza y nos sacude, desviándonos de nuestra órbita cotidiana en la que estamos sumidos.
El fallecimiento de alguien a quien amamos comporta un gran dolor y sufrimiento que no deja de ser un reflejo del apego, del vínculo afectivo que teníamos con esta persona. Las emociones y sentimientos que se experimentan son tan personales e individuales que en mi opinión personal intentar categorizar y definir los procesos psicológicos que ocurren en “fases” diferentes y cerradas es una simplificación reduccionista de la experiencia humana. El dolor es universal a todos los humanos, sin embargo los matices que afectan a cada persona son innumerables y hacen que la experiencia de la pérdida sea única en cada ser humano.
La pérdida de una persona querida es algo que nunca se “supera” ni se debería superar, puesto que este concepto podría implicar dejar atrás el recuerdo, darle la espalda a los sentimientos relacionados con la persona fallecida y eso no es psicológicamente sano en ningún caso.
La experiencia de la pérdida es como una larga travesía por un mundo desolado para nosotros mismos, una búsqueda del sentido que la muerte puede haber derrumbado, un camino personal hacia un lugar distinto, una vida y un mundo que probablemente nunca volverán a ser los mismos. Esta larga travesía supone un proceso de adaptación y de elaboración de lo sucedido, del vacío que ha dejado la persona fallecida y de revivir todos los momentos pasados con ella, reconciliando el dolor y el recuerdo.
A lo largo de esta travesía quizás se produzca una ruptura con las creencias y significados que sustentaban nuestro mundo y deberemos encontrar otras nuevas fruto de la dura lección aprendida tras esta experiencia. En este sentido sufrir un acontecimiento de este tipo nos puede hacer abrir los ojos forzadamente a una realidad a menudo ocultada tras la cortina de humo de nuestra cómoda vida cotidiana: la precaria temporalidad de nuestra existencia. De esta manera puede ser que nos demos cuenta del valor que realmente tienen los elementos que configuran nuestra vida y la verdadera importancia de cada uno, las personas que amamos, los momentos y experiencias que vivimos, captando quizás la dimensión más trascendente de nuestra existencia e impulsándonos a vivir en conjunción con aquello que no valorábamos adecuadamente .
Y es que la pérdida de alguien querido es una experiencia profundamente dolorosa pero a su vez es un proceso de maduración, de cambio y renovación, de transformación individual en un nuevo mundo, más duro, más vacío más real. Una llamada de atención para nuestra propia vida.
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